martes, 30 de noviembre de 2010

El día que palmó Moore

El día que palmó Moore

El Semanal, 9- Enero -2005

Ya saben ustedes que, más que nada por fastidiar a ciertos soplapollas, me
gusta recordar aquí, de vez en cuando, fechas de batallas, aniversarios
históricos y cosas así. Cada uno tiene sus querencias, y ese ejercicio
reaccionario y fascista de saber de dónde vienes y lo que hicieron tus abuelos
Cebolleta, y evitar, sabiéndolo, que el aprovechado de turno te lleve otra vez
al huerto, me consuela mucho. Y entretiene. Como dicen en Mursia: pasemos
muy buenos ratos echando pan a los patos; y cuanto más pan echemos,
mejores ratos pasemos. Y resulta que, hojeando libros, acabo de darme cuenta
de que el próximo fin de semana hay otro aniversario a mano: ciento noventa
y seis años desde la batalla de La Coruña. Allí lo saben de sobra, porque se
conmemora con uniformes de época, conferencias, exposiciones y parada
militar, gracias al ayuntamiento local –Francisco Vázquez es un alcalde sin
complejos–, a la Asociación Napoleónica Española, a los Royal Green Jackets
ingleses y a varias instituciones francesas y británicas, que luego, a principios
de verano, cuando mejora el tiempo, reconstruyen la batalla con uniformes,
cargas de caballería, cañonazos y olor a pólvora.

Y es que la Historia sólo está muerta para los imbéciles, o para los que gallean
de nación pero no comparten la palabra: mierdecillas aldeanos que, por
defender la memoria propia, niegan y ofenden la de otros. O, peor aún, la
memoria que ellos mismos tienen en común con otros; que, además, suele ser
casi toda. Por eso me alegra que los coruñeses recuerden aquellos duros días
invernales de 1809, cuando el cuerpo expedicionario británico, intentando
embarcar ayudado por las tropas españolas y por la población civil, se retiraba
ante los ejércitos imperiales mandados por el mariscal Soult, y en pleno
combate el general inglés Moore palmó alcanzado por un disparo de artillería. Y
allí sigue enterrado el hombre. Una retirada, por cierto, la británica, que como
todos los historiadores subrayan –desde los clásicos Toreno y Arteche hasta el
contemporáneo Navas con su estupendo análisis de la guerra napoleónica en
Galicia–, se hizo a la manera tradicional de esos hijos de puta: con la
arrogancia y crueldad anglosajonas habituales, saqueando, quemando y
violando, sin importarles un carajo que la pobre gente víctima de su desorden
fuese española, gallega y aliada.

Pero, ingleses aparte, lo que se conmemora el próximo fin de semana no es
sólo un episodio militar aislado. Rara vez una batalla se limita a eso. La de La
Coruña, también llamada de Elviña, marcó para Galicia el comienzo de algo
mucho más importante. Los habitantes de aquellos pueblos devastados por
unos y otros, la gente harta de que ejércitos extranjeros se pasearan por allí
ahorcando, arcabuceando, quemando pueblos y robándolo todo, empezó a
cabrearse. A echarse al monte. Y así, las tropas francesas que habían
expulsado a los ingleses se vieron pronto acosadas por partidas de guerrilleros
que poco a poco incrementaron sus acciones y se hicieron numerosos.
Imagínense el cuadro: campesinos, estudiantes, curas con sotana remangada,
trabuco y toda la parafernalia, en plan hola caporaliño Dupont, te suena la
miña cara, ris, ras. A tomar por o saco. Sólo en una noche, el 2 de febrero,
doscientos gabachos fueron degollados por campesinos entre La Coruña y
Betanzos. Y así fue a más la cosa, cada uno por su cuenta al principio, hasta
formarse un auténtico ejército regular, como ocurrió en el resto de la
Península, en una guerra que cuando todavía era estudiada en los colegios la
llamábamos guerra de la Independencia –de la independencia de España– y en
la que participaron juntos y revueltos, aunque a mucho cantamañanas no le
guste recordarlo, gallegos, vascos, catalanes, asturianos, andaluces,
aragoneses y demás. O sea: todo cristo.

En cuanto a La Coruña, pues eso. Seis meses después de aquella batalla, los
mariscales Soult y Ney, con todos sus anfansdelapatrí, abandonaron una
Galicia que los ejércitos franchutes nunca lograrían pacificar. Verdes las había
segado el Petit Cabrón. Que luego eso fuera bueno o malo –el infame Fernando
VII, etcétera–, ya es harina de otro costal. Lo que importa es que el domingo
próximo habrá conmemoración allá arriba. También lo recordarán, supongo,
cuantos gallegos tienen memoria y aman su tierra, y lo recordaremos el resto
de españoles que amamos a los gallegos. Y a quien no le guste, que le vayan
dando.

lunes, 29 de noviembre de 2010

Corsarios Uruguayos



PATENTE DE CORSO

Por Arturo Pérez-Reverte

Corsarios uruguayos

Oído al parche los hermanos de la costa que,
como el arriba firmante, han viajado en la
Hispaniola a la isla de los piratas,
arponeado ballenas a bordo del Pequod o
combatido penol a penol en la Surprise, entre
cañoneos y astillazos, junto al amigo Jack Aubrey y
el doctor Maturin. Esto es un aviso exclusivo para
navegantes, o para quienes consideran que abrir
las tapas de un libro es franquear una puerta hacia
la vida y la aventura; así que quienes no conozcan
los signos masónicos pertinentes, pueden pasar la
página y dejarnos tranquilos entre colegas, con los
esqueletos en el cofre del muerto y nuestra botella
de ron.

Una advertencia: no suelo utilizar los
domingos para recomendar libros mas que de uvas
a peras, y cuando lo hago especifico que le estoy
rindiendo homenaje a un amiguete y que me ciega
la pasión, de modo que mi juicio puede ser
cualquier cosa menos objetivo. Esta vez, sin
embargo, voy a hablarles de una novela escrita por
alguien a quien no conozco, y cuya publicación en
España constituye para mí una excelente noticia y
un acto de justicia. El título es La cacería. Y su
autor, un uruguayo de sesenta y seis años llamado
Alejandro Paternain.

Cayó en mis manos por casualidad, en
1996. Yo estaba en Montevideo, buscando el hotel
desde donde el espía británico ve al Graf Spee
hacerse a la mar en La batalla del Río de la Plata,
cuando la casualidad puso en mis manos La
cacería. La novela y el autor me eran
desconocidos, pues Paternain nunca había sido
publicado en España; pero el asunto me fascinó
desde el principio: primer tercio del siglo XIX,
corsarios, una persecución clásica en el mar.
Aventura, historia, navegación, se daban feliz cita
en aquellas páginas, que además estaban
extraordinariamente bien escritas. Así que localicé
al autor —supe entonces que era profesor de
Literatura y que tenía otras tres novelas—, hablé
con él por teléfono y le dije olé sus huevos, abuelo.
Ya no se escriben novelas como ésa, y me habría
gustado firmarla a mí. Luego compré cinco o seis
ejemplares, se los regalé a los amigos, y me
desentendí del asunto.

Uno de aquellos ejemplares cayó en
buenas manos, y Amaya Elezcano, que es mi
editora y mi amiga, se empeñó en publicarla. La
cacería acaba de salir, por tanto, y anda por las
librerías con una goleta preciosa pintada al óleo por
Carlos Puerta en la tapa, navegando a todo trapo
entre cañonazos, ante un cielo y un mar azules.
Dentro hay —se lo juro a ustedes por la bala que le
saca Matthew Modine a Geena Davis en La isla de
las cabezas cortadas— una novela singular,
bellísima, insólita en la literatura actual en lengua
española. Relata las peripecias y combates de una
goleta corsaria artiguista entre 1819 y 1821,
durante la campaña naval que abarca el período de
las invasiones portuguesas. A bordo de
embarcaciones ligeras y audaces como ésa,
marinos norteamericanos y de otras nacionalidades
pelearon bajo el pabellón tricolor por la
independencia de Uruguay, constituyendo la
primera marina de guerra de ese país. No es
casual, por tanto, que el día 15 de noviembre se
celebre el nacimiento de la armada nacional
uruguaya: en esa misma fecha, año de 1817,
Artigas, jefe de los orientales, firmó la patente
oficial de presas para John Murphy, capitán de La
Fortuna.

Como verán —y vivirán— en La cacería, el
escenario de esa dura campaña naval contra los
portugueses no se redujo a las aguas cercanas. Se
extendió por mares y océanos hasta el
Mediterráneo, con atrevidas singladuras y
combates en que uno y otro bando tuvieron variada
suerte. Y esta novela cuenta uno de esos
dramáticos episodios: una persecución prolongada,
implacable, bajo la forma de un apasionante duelo
en el mar entre el capitán Brito, al mando del brick
portugués Espíritu Santo y la goleta corsaria
Intrépida, mandada por el capitán Blackbourne.
Sigo sin conocer personalmente a
Alejandro Paternain, que ya más cerca de los
setenta que de los sesenta es un clásico vivo. Pero
quiero agradecerle con estas líneas algo más que
permitirme disfrutar una hermosa novela sobre el
mar. Su gran logro es trasladar al lector a la
cubierta de esas embarcaciones, con todo el trapo
arriba, el viento en la jarcia, y en la boca el sabor
de la sal y el aroma del peligro. Digna de figurar
junto a los mejores relatos navales de Patrick
O'Brian, C. S. Forester y Alexander Kent, La
cacería es una epopeya ruda e inolvidable. Nos
devuelve al tiempo en que una raza especial de
hombres aún surcaba los mares en busca de gloria
o de fortuna.

30 de mayo de 1999

Una maravilla de libro, lo compre el 30 de mayo del 2000 lo recomiendo a todo el que le guste leer y viva los libros.