martes, 19 de octubre de 2010

Espada tengo. Lo demás, Dios lo remedie

Patente de corso

Héroe, conquistador, asesino

XLSemanal - 11/10/2010

A veces coinciden las cosas de un modo asombroso. Estaba hace unos días repasando la carta que escribió en el siglo XVI el conquistador Lope de Aguirre al rey Felipe II, ciscándose literalmente en sus muertos. Ésa en la que se proclama «rebelde a tu servicio como yo y mis compañeros seremos hasta la muerte». Lo hice con intención de mencionarla, de pasada, en un momento determinado de la séptima entrega alatristesca, con la que ando a vueltas y que aparecerá en febrero o marzo, supongo.

El caso es que esa misma noche fui a cenar con Javier Marías, como solemos de vez en cuando;y apenas sentados, Javier me puso sobre la mesa el último título publicado por su editorial Reino de Redonda: La expedición de Ursúa y los crímenes de Aguirre, del inglés Robert Southey. El nuevo libro redondino es una estupenda traducción del original publicado en 1821: breve, escrito con tono contenido, clásico, ajeno a los habituales tópicos británicos sobre la barbarie española y el aliento a ajo. En realidad apenas disimula la fascinación del autor por el personaje. Y no era para menos; pues si alguien encarna la desesperación, el coraje y la locura criminal en que acabaron algunos episodios de la exploración y conquista de América, es Lope de Aguirre. Sobre él, historiadores y novelistas coinciden con singular unanimidad. Otros como Pizarro, Cortés o Alvarado, heroicos animales que dieron un nuevo mundo a España, tienen admiradores y detractores que subrayan su valor brutal o condenan sus atrocidades.

En el caso de Aguirre, vascongado de Oñate, la coincidencia es absoluta: su aventura es la más enloquecida y sangrienta de todas. La expedición para el descubrimiento y conquista de la mítica ciudad de El Dorado acabó en una orgía de sangre, culminada cuando Aguirre mató a su propia hija, para impedir que cayera en manos de los enemigos, antes de que sus hombres le cortaran la cabeza. La historia de ese conquistador fracasado, cruel, arrogante, paranoico y asesino, me fascina desde que leí La aventura equinoccial de Lope de Aguirre, de Ramón J. Sender: novela subyugante, extraordinaria, que los once chicos que hacíamos bachillerato de Letras en mi colegio nos pasábamos como quien confía en voz baja el descubrimiento de un tesoro. Aquel soldado receloso y cruel, que dormía armado con peto y espada, por si acaso, y degollaba con carácter preventivo, sin despeinarse, simbolizó para mí, desde entonces, el lado más turbio y oscuro de la Conquista. Luego, con el tiempo y otras lecturas, me adentré más en el personaje: un par de libros fundamentales del profesor Emiliano Jos, las novelas de Ciro Bayo y Uslar Pietri, y la película de Werner Herzog Aguirre, la cólera de Dios; que, aparte del magnífico plano inicial de la película, me decepcionó por dos razones: era un tostón macabeo, y los visajes del histriónico rubio Klaus Kinski nada tenían que ver con ese carnicero hosco, cerril, de acero fácil, al que siempre imaginé bajito, cetrino, barbudo, tranquilo y silencioso.

Otra película que rodó Carlos Saura, El Dorado, tampoco era para tirar cohetes; pero afinaba más. Calaba mejor la psicología del asunto y el ambiente, aunque también me dejó con las ganas: Omero Antonutti «que luego encarnó a un excelente maestro de esgrima» tampoco cuajaba el personaje. No era mi Lope de Aguirre. Si tuviera que quedarme con algo de toda esa peripecia amazónica, sería con la carta famosa que Aguirre escribió al rey de España para decir que renegaba de él y de su casta, y que desde ese momento él y sus hombres se proclamaban libres e iban a su aire: «Estando tu padre y tú en los reinos de Castilla sin ninguna zozobra, te han dado tus vasallos, a costa de su sangre y hacienda, tantos reinos y señoríos como en estas partes tienes. Mira que no se puede llevar con título de rey justo ningún interés en estas tierras donde no aventuraste nada».

Esa carta la calificó Simón Bolívar de primera declaración de independencia americana; pero el libertador barría para casa. Lo que a mi juicio simboliza Aguirre, dirigiéndose así a Felipe II, es la osadía del español arrogante, cruel como la tierra que lo parió, harto de trabajos sin recompensa, maltratado por monarcas, ministros y gobernadores, que se revuelve en el extremo del mundo, gritando que cuanto pagaron su sudor y sangre le pertenece. Que él mata con sus manos y fía con su vida el precio de tanto horror y trabajos; mientras que el gobernante, allá en su palacio «entonces como ahora», gobierna y mata de lejos sin arriesgar nada, con las leyes y los verdugos a su servicio. Y al cabo, rotos los diques de la sumisión y la obediencia, ese súbdito desesperado pregona a voces que, quien tenga agallas, vaya allí y se atreva a obligarlo. Dando mayor sentido a las palabras de Cervantes en El casamiento engañoso, cuando hace decir al alférez Campuzano: «Espada tengo. Lo demás, Dios lo remedie».



martes, 5 de octubre de 2010

Esto es España

Las 17 Navas de Tolosa
XLSemanal - 27/9/2010

No se cansa uno de aprender. Crees como un idiota que conoces todos los palos del registro, y los lectores demuestran que van siempre por delante de ti. Por eso teclear esta página me resulta tan instructivo. Por los rebotes. Tal es la razón de que hace unas semanas les contara que, aunque me es imposible responder a las cartas que llegan, leo hasta la última de ellas con el máximo interés. Aprendiendo de nosotros mismos.

Algunos de ustedes recordarán que hace poco hablé de las Navas de Tolosa: la carga de los reyes de Castilla, Aragón y Navarra contra las tropas almohades de Al Nasir. Batalla decisiva, dije, que apenas figura ya -o no figura en absoluto-, en los libros escolares. Quien me lee sabe que el arriba firmante tiene días gamberros, pero las cosas se las curra. Para eso está la biblioteca. A Las Navas nunca me habría atrevido a ir sin refrescar los clásicos: Ambrosio Hici, el texto fundamental de García Fitz, los dos volúmenes de Lago y González, la espléndida reconstrucción de mi compadre Juan Eslava y media docena de cosas más. Quiero decir que no improviso esas cosas, vamos. No las saco de Wikipedia.

Pero oigan. El retorno postal del artículo ha sido interesantísimo, porque el conjunto de cartas es asombroso. Aquel 16 de julio de 1212, fecha en cuya importancia coinciden todos los historiadores del mundo, hasta los guiris, me enfrenta a una triste radiografía de lo que somos y de lo que nos negamos a ser. Las cartas que agradecen la referencia histórica, las que sugieren libros o aportan opiniones y datos, han sido numerosas. Aunque lo fascinante, esta vez, es el modo en que lectores de buena fe, en cartas inteligentes, respetuosas y documentadas, reaccionan ante los detalles de la historia que yo contaba. Todos, sin excepciones, en función de su localización geográfica: la comunidad autónoma, la ciudad, casi el pueblo de cada cual.

El conjunto es desolador: diecisiete versiones distintas. Sabemos que ciertos detalles de aquel suceso aún son debatidos por los historiadores, y que la unidad lograda ese día iba cogida con alfileres; pero el hecho indiscutible, y ejemplar, es que tres reyes españoles batieron juntos en Las Navas al ejército almohade. Es lo que, sencillamente, yo destacaba en el limitado espacio de folio y medio. Sin embargo, dos lectores leoneses de buena solvencia, picados por que el artículo mencionase la ausencia histórica de tropas leonesas en la batalla -pues, efectivamente, el rey de León no estuvo allí-, me escriben para dejar claro que Las Navas no fue tan decisiva como se dice, que el rey Alfonso VIII de Castilla era -uno lo sentencia expresamente- «un verdadero miserable»; y que si los leoneses aprovecharon el trajín para tomar algunas plazas ocupadas por Castilla, sus motivos tenían. Cosa que, por cierto, no negaba el artículo. Otro profesor, navarro y con prestigio universitario, lamenta que no se destacara en el texto «al verdadero protagonista de la batalla», el rey Sancho VII de Navarra; monarca al que, desde una opuesta óptica castellana, otro lector, burgalés, califica como «rey turbio y poco de fiar». Por supuesto, el papel en Las Navas de Pedro II de Aragón -«el monarca catalán Pere II», matizan desde Tarragona con toda la seriedad del mundo- varía de unas cartas a otras: de «rey caballero» a «oportunista aventurero». Tampoco falta quien rebaja la importancia del enemigo, Al Nasir, que no suponía, sostiene, amenaza para el mundo cristiano, por lo que «habría dado lo mismo que lo derrotaran o no». En lo de quitar méritos tampoco zaguea un lector aragonés, que pone al rey castellano de vuelta y media, afirmando que la fama de la batalla se debe a un proceso de manipulación y propaganda organizado a medias por Alfonso de Castilla -«Guerrero mediocre, derrotado en Uclés»- y el arzobispo Jiménez de Rada.

Y ojo. Esos que cito son los doctos: gente respetable por su cultura y argumentos. En otros niveles, imaginen el percal. Ahí entran a saco lectores más elementales, incluidos algunos que blasonan, osados, de su ignorancia. Uno me reprocha que llame moros a los moros, otro confunde almohades -que eran norteafricanos- con andalusíes, y otro, desconociendo que la palabra Hispania la usaban los romanos, critica «que hable de tres reyes españoles cuando en 1212 España todavía no existía» y propone el delicioso término «reyes de naciones ibéricas». Incluido el pobre indocumentado -joven me temo, con la gravedad que eso implica- que afirma, en correo electrónico, que Diego López de Haro, que mandaba la vanguardia cristiana en la batalla, «no era vasco, pues es mentira histórica que los vascos defendiéramos nunca otra cosa que nuestra independencia de Castilla».

Todo lo cual confirma, una vez más, la vieja sospecha: España no tiene otro problema que nosotros. Los españoles.