martes, 14 de diciembre de 2010

Las invasiones de Vikingos y Varegos


Las invasiones de Vikingos y Varegos (que son lo mismo). No dejaron un solo país de Europa sin atacar. A la vez que crearon nuevos reinos y conquistaron territorios europeos.

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martes, 30 de noviembre de 2010

El día que palmó Moore

El día que palmó Moore

El Semanal, 9- Enero -2005

Ya saben ustedes que, más que nada por fastidiar a ciertos soplapollas, me
gusta recordar aquí, de vez en cuando, fechas de batallas, aniversarios
históricos y cosas así. Cada uno tiene sus querencias, y ese ejercicio
reaccionario y fascista de saber de dónde vienes y lo que hicieron tus abuelos
Cebolleta, y evitar, sabiéndolo, que el aprovechado de turno te lleve otra vez
al huerto, me consuela mucho. Y entretiene. Como dicen en Mursia: pasemos
muy buenos ratos echando pan a los patos; y cuanto más pan echemos,
mejores ratos pasemos. Y resulta que, hojeando libros, acabo de darme cuenta
de que el próximo fin de semana hay otro aniversario a mano: ciento noventa
y seis años desde la batalla de La Coruña. Allí lo saben de sobra, porque se
conmemora con uniformes de época, conferencias, exposiciones y parada
militar, gracias al ayuntamiento local –Francisco Vázquez es un alcalde sin
complejos–, a la Asociación Napoleónica Española, a los Royal Green Jackets
ingleses y a varias instituciones francesas y británicas, que luego, a principios
de verano, cuando mejora el tiempo, reconstruyen la batalla con uniformes,
cargas de caballería, cañonazos y olor a pólvora.

Y es que la Historia sólo está muerta para los imbéciles, o para los que gallean
de nación pero no comparten la palabra: mierdecillas aldeanos que, por
defender la memoria propia, niegan y ofenden la de otros. O, peor aún, la
memoria que ellos mismos tienen en común con otros; que, además, suele ser
casi toda. Por eso me alegra que los coruñeses recuerden aquellos duros días
invernales de 1809, cuando el cuerpo expedicionario británico, intentando
embarcar ayudado por las tropas españolas y por la población civil, se retiraba
ante los ejércitos imperiales mandados por el mariscal Soult, y en pleno
combate el general inglés Moore palmó alcanzado por un disparo de artillería. Y
allí sigue enterrado el hombre. Una retirada, por cierto, la británica, que como
todos los historiadores subrayan –desde los clásicos Toreno y Arteche hasta el
contemporáneo Navas con su estupendo análisis de la guerra napoleónica en
Galicia–, se hizo a la manera tradicional de esos hijos de puta: con la
arrogancia y crueldad anglosajonas habituales, saqueando, quemando y
violando, sin importarles un carajo que la pobre gente víctima de su desorden
fuese española, gallega y aliada.

Pero, ingleses aparte, lo que se conmemora el próximo fin de semana no es
sólo un episodio militar aislado. Rara vez una batalla se limita a eso. La de La
Coruña, también llamada de Elviña, marcó para Galicia el comienzo de algo
mucho más importante. Los habitantes de aquellos pueblos devastados por
unos y otros, la gente harta de que ejércitos extranjeros se pasearan por allí
ahorcando, arcabuceando, quemando pueblos y robándolo todo, empezó a
cabrearse. A echarse al monte. Y así, las tropas francesas que habían
expulsado a los ingleses se vieron pronto acosadas por partidas de guerrilleros
que poco a poco incrementaron sus acciones y se hicieron numerosos.
Imagínense el cuadro: campesinos, estudiantes, curas con sotana remangada,
trabuco y toda la parafernalia, en plan hola caporaliño Dupont, te suena la
miña cara, ris, ras. A tomar por o saco. Sólo en una noche, el 2 de febrero,
doscientos gabachos fueron degollados por campesinos entre La Coruña y
Betanzos. Y así fue a más la cosa, cada uno por su cuenta al principio, hasta
formarse un auténtico ejército regular, como ocurrió en el resto de la
Península, en una guerra que cuando todavía era estudiada en los colegios la
llamábamos guerra de la Independencia –de la independencia de España– y en
la que participaron juntos y revueltos, aunque a mucho cantamañanas no le
guste recordarlo, gallegos, vascos, catalanes, asturianos, andaluces,
aragoneses y demás. O sea: todo cristo.

En cuanto a La Coruña, pues eso. Seis meses después de aquella batalla, los
mariscales Soult y Ney, con todos sus anfansdelapatrí, abandonaron una
Galicia que los ejércitos franchutes nunca lograrían pacificar. Verdes las había
segado el Petit Cabrón. Que luego eso fuera bueno o malo –el infame Fernando
VII, etcétera–, ya es harina de otro costal. Lo que importa es que el domingo
próximo habrá conmemoración allá arriba. También lo recordarán, supongo,
cuantos gallegos tienen memoria y aman su tierra, y lo recordaremos el resto
de españoles que amamos a los gallegos. Y a quien no le guste, que le vayan
dando.

lunes, 29 de noviembre de 2010

Corsarios Uruguayos



PATENTE DE CORSO

Por Arturo Pérez-Reverte

Corsarios uruguayos

Oído al parche los hermanos de la costa que,
como el arriba firmante, han viajado en la
Hispaniola a la isla de los piratas,
arponeado ballenas a bordo del Pequod o
combatido penol a penol en la Surprise, entre
cañoneos y astillazos, junto al amigo Jack Aubrey y
el doctor Maturin. Esto es un aviso exclusivo para
navegantes, o para quienes consideran que abrir
las tapas de un libro es franquear una puerta hacia
la vida y la aventura; así que quienes no conozcan
los signos masónicos pertinentes, pueden pasar la
página y dejarnos tranquilos entre colegas, con los
esqueletos en el cofre del muerto y nuestra botella
de ron.

Una advertencia: no suelo utilizar los
domingos para recomendar libros mas que de uvas
a peras, y cuando lo hago especifico que le estoy
rindiendo homenaje a un amiguete y que me ciega
la pasión, de modo que mi juicio puede ser
cualquier cosa menos objetivo. Esta vez, sin
embargo, voy a hablarles de una novela escrita por
alguien a quien no conozco, y cuya publicación en
España constituye para mí una excelente noticia y
un acto de justicia. El título es La cacería. Y su
autor, un uruguayo de sesenta y seis años llamado
Alejandro Paternain.

Cayó en mis manos por casualidad, en
1996. Yo estaba en Montevideo, buscando el hotel
desde donde el espía británico ve al Graf Spee
hacerse a la mar en La batalla del Río de la Plata,
cuando la casualidad puso en mis manos La
cacería. La novela y el autor me eran
desconocidos, pues Paternain nunca había sido
publicado en España; pero el asunto me fascinó
desde el principio: primer tercio del siglo XIX,
corsarios, una persecución clásica en el mar.
Aventura, historia, navegación, se daban feliz cita
en aquellas páginas, que además estaban
extraordinariamente bien escritas. Así que localicé
al autor —supe entonces que era profesor de
Literatura y que tenía otras tres novelas—, hablé
con él por teléfono y le dije olé sus huevos, abuelo.
Ya no se escriben novelas como ésa, y me habría
gustado firmarla a mí. Luego compré cinco o seis
ejemplares, se los regalé a los amigos, y me
desentendí del asunto.

Uno de aquellos ejemplares cayó en
buenas manos, y Amaya Elezcano, que es mi
editora y mi amiga, se empeñó en publicarla. La
cacería acaba de salir, por tanto, y anda por las
librerías con una goleta preciosa pintada al óleo por
Carlos Puerta en la tapa, navegando a todo trapo
entre cañonazos, ante un cielo y un mar azules.
Dentro hay —se lo juro a ustedes por la bala que le
saca Matthew Modine a Geena Davis en La isla de
las cabezas cortadas— una novela singular,
bellísima, insólita en la literatura actual en lengua
española. Relata las peripecias y combates de una
goleta corsaria artiguista entre 1819 y 1821,
durante la campaña naval que abarca el período de
las invasiones portuguesas. A bordo de
embarcaciones ligeras y audaces como ésa,
marinos norteamericanos y de otras nacionalidades
pelearon bajo el pabellón tricolor por la
independencia de Uruguay, constituyendo la
primera marina de guerra de ese país. No es
casual, por tanto, que el día 15 de noviembre se
celebre el nacimiento de la armada nacional
uruguaya: en esa misma fecha, año de 1817,
Artigas, jefe de los orientales, firmó la patente
oficial de presas para John Murphy, capitán de La
Fortuna.

Como verán —y vivirán— en La cacería, el
escenario de esa dura campaña naval contra los
portugueses no se redujo a las aguas cercanas. Se
extendió por mares y océanos hasta el
Mediterráneo, con atrevidas singladuras y
combates en que uno y otro bando tuvieron variada
suerte. Y esta novela cuenta uno de esos
dramáticos episodios: una persecución prolongada,
implacable, bajo la forma de un apasionante duelo
en el mar entre el capitán Brito, al mando del brick
portugués Espíritu Santo y la goleta corsaria
Intrépida, mandada por el capitán Blackbourne.
Sigo sin conocer personalmente a
Alejandro Paternain, que ya más cerca de los
setenta que de los sesenta es un clásico vivo. Pero
quiero agradecerle con estas líneas algo más que
permitirme disfrutar una hermosa novela sobre el
mar. Su gran logro es trasladar al lector a la
cubierta de esas embarcaciones, con todo el trapo
arriba, el viento en la jarcia, y en la boca el sabor
de la sal y el aroma del peligro. Digna de figurar
junto a los mejores relatos navales de Patrick
O'Brian, C. S. Forester y Alexander Kent, La
cacería es una epopeya ruda e inolvidable. Nos
devuelve al tiempo en que una raza especial de
hombres aún surcaba los mares en busca de gloria
o de fortuna.

30 de mayo de 1999

Una maravilla de libro, lo compre el 30 de mayo del 2000 lo recomiendo a todo el que le guste leer y viva los libros.

martes, 19 de octubre de 2010

Espada tengo. Lo demás, Dios lo remedie

Patente de corso

Héroe, conquistador, asesino

XLSemanal - 11/10/2010

A veces coinciden las cosas de un modo asombroso. Estaba hace unos días repasando la carta que escribió en el siglo XVI el conquistador Lope de Aguirre al rey Felipe II, ciscándose literalmente en sus muertos. Ésa en la que se proclama «rebelde a tu servicio como yo y mis compañeros seremos hasta la muerte». Lo hice con intención de mencionarla, de pasada, en un momento determinado de la séptima entrega alatristesca, con la que ando a vueltas y que aparecerá en febrero o marzo, supongo.

El caso es que esa misma noche fui a cenar con Javier Marías, como solemos de vez en cuando;y apenas sentados, Javier me puso sobre la mesa el último título publicado por su editorial Reino de Redonda: La expedición de Ursúa y los crímenes de Aguirre, del inglés Robert Southey. El nuevo libro redondino es una estupenda traducción del original publicado en 1821: breve, escrito con tono contenido, clásico, ajeno a los habituales tópicos británicos sobre la barbarie española y el aliento a ajo. En realidad apenas disimula la fascinación del autor por el personaje. Y no era para menos; pues si alguien encarna la desesperación, el coraje y la locura criminal en que acabaron algunos episodios de la exploración y conquista de América, es Lope de Aguirre. Sobre él, historiadores y novelistas coinciden con singular unanimidad. Otros como Pizarro, Cortés o Alvarado, heroicos animales que dieron un nuevo mundo a España, tienen admiradores y detractores que subrayan su valor brutal o condenan sus atrocidades.

En el caso de Aguirre, vascongado de Oñate, la coincidencia es absoluta: su aventura es la más enloquecida y sangrienta de todas. La expedición para el descubrimiento y conquista de la mítica ciudad de El Dorado acabó en una orgía de sangre, culminada cuando Aguirre mató a su propia hija, para impedir que cayera en manos de los enemigos, antes de que sus hombres le cortaran la cabeza. La historia de ese conquistador fracasado, cruel, arrogante, paranoico y asesino, me fascina desde que leí La aventura equinoccial de Lope de Aguirre, de Ramón J. Sender: novela subyugante, extraordinaria, que los once chicos que hacíamos bachillerato de Letras en mi colegio nos pasábamos como quien confía en voz baja el descubrimiento de un tesoro. Aquel soldado receloso y cruel, que dormía armado con peto y espada, por si acaso, y degollaba con carácter preventivo, sin despeinarse, simbolizó para mí, desde entonces, el lado más turbio y oscuro de la Conquista. Luego, con el tiempo y otras lecturas, me adentré más en el personaje: un par de libros fundamentales del profesor Emiliano Jos, las novelas de Ciro Bayo y Uslar Pietri, y la película de Werner Herzog Aguirre, la cólera de Dios; que, aparte del magnífico plano inicial de la película, me decepcionó por dos razones: era un tostón macabeo, y los visajes del histriónico rubio Klaus Kinski nada tenían que ver con ese carnicero hosco, cerril, de acero fácil, al que siempre imaginé bajito, cetrino, barbudo, tranquilo y silencioso.

Otra película que rodó Carlos Saura, El Dorado, tampoco era para tirar cohetes; pero afinaba más. Calaba mejor la psicología del asunto y el ambiente, aunque también me dejó con las ganas: Omero Antonutti «que luego encarnó a un excelente maestro de esgrima» tampoco cuajaba el personaje. No era mi Lope de Aguirre. Si tuviera que quedarme con algo de toda esa peripecia amazónica, sería con la carta famosa que Aguirre escribió al rey de España para decir que renegaba de él y de su casta, y que desde ese momento él y sus hombres se proclamaban libres e iban a su aire: «Estando tu padre y tú en los reinos de Castilla sin ninguna zozobra, te han dado tus vasallos, a costa de su sangre y hacienda, tantos reinos y señoríos como en estas partes tienes. Mira que no se puede llevar con título de rey justo ningún interés en estas tierras donde no aventuraste nada».

Esa carta la calificó Simón Bolívar de primera declaración de independencia americana; pero el libertador barría para casa. Lo que a mi juicio simboliza Aguirre, dirigiéndose así a Felipe II, es la osadía del español arrogante, cruel como la tierra que lo parió, harto de trabajos sin recompensa, maltratado por monarcas, ministros y gobernadores, que se revuelve en el extremo del mundo, gritando que cuanto pagaron su sudor y sangre le pertenece. Que él mata con sus manos y fía con su vida el precio de tanto horror y trabajos; mientras que el gobernante, allá en su palacio «entonces como ahora», gobierna y mata de lejos sin arriesgar nada, con las leyes y los verdugos a su servicio. Y al cabo, rotos los diques de la sumisión y la obediencia, ese súbdito desesperado pregona a voces que, quien tenga agallas, vaya allí y se atreva a obligarlo. Dando mayor sentido a las palabras de Cervantes en El casamiento engañoso, cuando hace decir al alférez Campuzano: «Espada tengo. Lo demás, Dios lo remedie».



martes, 5 de octubre de 2010

Esto es España

Las 17 Navas de Tolosa
XLSemanal - 27/9/2010

No se cansa uno de aprender. Crees como un idiota que conoces todos los palos del registro, y los lectores demuestran que van siempre por delante de ti. Por eso teclear esta página me resulta tan instructivo. Por los rebotes. Tal es la razón de que hace unas semanas les contara que, aunque me es imposible responder a las cartas que llegan, leo hasta la última de ellas con el máximo interés. Aprendiendo de nosotros mismos.

Algunos de ustedes recordarán que hace poco hablé de las Navas de Tolosa: la carga de los reyes de Castilla, Aragón y Navarra contra las tropas almohades de Al Nasir. Batalla decisiva, dije, que apenas figura ya -o no figura en absoluto-, en los libros escolares. Quien me lee sabe que el arriba firmante tiene días gamberros, pero las cosas se las curra. Para eso está la biblioteca. A Las Navas nunca me habría atrevido a ir sin refrescar los clásicos: Ambrosio Hici, el texto fundamental de García Fitz, los dos volúmenes de Lago y González, la espléndida reconstrucción de mi compadre Juan Eslava y media docena de cosas más. Quiero decir que no improviso esas cosas, vamos. No las saco de Wikipedia.

Pero oigan. El retorno postal del artículo ha sido interesantísimo, porque el conjunto de cartas es asombroso. Aquel 16 de julio de 1212, fecha en cuya importancia coinciden todos los historiadores del mundo, hasta los guiris, me enfrenta a una triste radiografía de lo que somos y de lo que nos negamos a ser. Las cartas que agradecen la referencia histórica, las que sugieren libros o aportan opiniones y datos, han sido numerosas. Aunque lo fascinante, esta vez, es el modo en que lectores de buena fe, en cartas inteligentes, respetuosas y documentadas, reaccionan ante los detalles de la historia que yo contaba. Todos, sin excepciones, en función de su localización geográfica: la comunidad autónoma, la ciudad, casi el pueblo de cada cual.

El conjunto es desolador: diecisiete versiones distintas. Sabemos que ciertos detalles de aquel suceso aún son debatidos por los historiadores, y que la unidad lograda ese día iba cogida con alfileres; pero el hecho indiscutible, y ejemplar, es que tres reyes españoles batieron juntos en Las Navas al ejército almohade. Es lo que, sencillamente, yo destacaba en el limitado espacio de folio y medio. Sin embargo, dos lectores leoneses de buena solvencia, picados por que el artículo mencionase la ausencia histórica de tropas leonesas en la batalla -pues, efectivamente, el rey de León no estuvo allí-, me escriben para dejar claro que Las Navas no fue tan decisiva como se dice, que el rey Alfonso VIII de Castilla era -uno lo sentencia expresamente- «un verdadero miserable»; y que si los leoneses aprovecharon el trajín para tomar algunas plazas ocupadas por Castilla, sus motivos tenían. Cosa que, por cierto, no negaba el artículo. Otro profesor, navarro y con prestigio universitario, lamenta que no se destacara en el texto «al verdadero protagonista de la batalla», el rey Sancho VII de Navarra; monarca al que, desde una opuesta óptica castellana, otro lector, burgalés, califica como «rey turbio y poco de fiar». Por supuesto, el papel en Las Navas de Pedro II de Aragón -«el monarca catalán Pere II», matizan desde Tarragona con toda la seriedad del mundo- varía de unas cartas a otras: de «rey caballero» a «oportunista aventurero». Tampoco falta quien rebaja la importancia del enemigo, Al Nasir, que no suponía, sostiene, amenaza para el mundo cristiano, por lo que «habría dado lo mismo que lo derrotaran o no». En lo de quitar méritos tampoco zaguea un lector aragonés, que pone al rey castellano de vuelta y media, afirmando que la fama de la batalla se debe a un proceso de manipulación y propaganda organizado a medias por Alfonso de Castilla -«Guerrero mediocre, derrotado en Uclés»- y el arzobispo Jiménez de Rada.

Y ojo. Esos que cito son los doctos: gente respetable por su cultura y argumentos. En otros niveles, imaginen el percal. Ahí entran a saco lectores más elementales, incluidos algunos que blasonan, osados, de su ignorancia. Uno me reprocha que llame moros a los moros, otro confunde almohades -que eran norteafricanos- con andalusíes, y otro, desconociendo que la palabra Hispania la usaban los romanos, critica «que hable de tres reyes españoles cuando en 1212 España todavía no existía» y propone el delicioso término «reyes de naciones ibéricas». Incluido el pobre indocumentado -joven me temo, con la gravedad que eso implica- que afirma, en correo electrónico, que Diego López de Haro, que mandaba la vanguardia cristiana en la batalla, «no era vasco, pues es mentira histórica que los vascos defendiéramos nunca otra cosa que nuestra independencia de Castilla».

Todo lo cual confirma, una vez más, la vieja sospecha: España no tiene otro problema que nosotros. Los españoles.

lunes, 13 de septiembre de 2010

18.000 Romanos de Playmobil





Esto no es modelismo ni historia, pero bueno es increible, trae recuerdos de niño y el segundo video no tiene adjetivos

sábado, 4 de septiembre de 2010

El combate de Cabo Machichaco, 5 de Marzo de 1937

Patentes de corso
Un Gudari de Cartagena
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 12/10/2008

Colecciono combates navales desde niño, cuando mi abuelo y mi padre me contaban Salamina, Actium, Lepanto o Trafalgar, veía en el cine películas como Duelo en el Atlántico, Bajo diez banderas, Hundid el Bismarck, La batalla del Río de la Plata o El zorro de los océanos -John Wayne haciendo de marino alemán, nada menos-, o leía sobre el último zafarrancho del corsario Emden con el crucero Sidneyfrente a las islas Cocos. Dos episodios de la Guerra Civil española se contaron siempre entre mis favoritos: el hundimiento del Baleares y el combate del cabo Machichaco. Los conozco de memoria, como tantos otros. Cada maniobra y cada cañonazo. A veces, en torno a una mesa de Casa Lucio, cambio cromos con Javier Marías o Agustín Díaz Yanes, a quienes también les va la marcha aunque sean más de tierra firme: Balaclava, Rorke's Drift, Stalingrado, Montecassino. Sitios así.

La del cabo Machichaco es mi historia naval española favorita del siglo XX. Sé que lo de historia española incomodará a alguno, pues se trata del más gallardo hecho de armas de la marina de guerra auxiliar vasca durante la Guerra Civil; pero luego matizo la cosa. Un episodio, éste, heroico y estremecedor, que tuvo lugar el 5 de marzo de 1937 frente a Bermeo, cuando el crucero Canarias dio con un pequeño convoy republicano formado por el mercante Galdames y cuatro bous armados de escolta. La mar era mala; el Canarias, el buque más poderoso de la flota nacional; y los bous, unos simples bacaladeros grandes, armados de circunstancias. Después de incendiar uno de ellos, el Gipúzkoa, que tras combatir pudo refugiarse en Bermeo, y alejar a otros dos, el crucero nacional dio caza al mercante, que paró sus máquinas. Luego decidió ocuparse del Nabarra.

Háganse idea. Un crucero de combate, blindado, de 13.000 toneladas, con cuatro torres dobles de 203 milímetros, capaces de enviar proyectiles de 113 kilos a 29 kilómetros de distancia, enfrentado a un bacaladero -el ex Vendaval, incautado por el gobierno vasco- de 1.200 toneladas, dotado con sólo un cañón de 101,6 a proa y otro igual a popa. El comandante del Nabarra era un marino mercante asimilado a teniente de navío, que había pasado toda su vida profesional en los bacaladeros de la empresa pesquera PYSBE, y que al estallar la contienda civil decidió seguir la suerte que corrieran los barcos de ésta. Y al verse encima al Canarias, que lo batía desde 7.000 metros de distancia con toda su artillería, decidió pelear. Puesto a ser hecho prisionero y fusilado, dijo tras reunir a sus oficiales en el puente, prefería hundirse con el barco. Todos estuvieron de acuerdo. Así que se pusieron a ello.

Fuerte marejada. Un cielo gris, viento y chubascos. Y hombres que se vestían por los pies. Arrimándose cuanto pudo, el humilde bacaladero consiguió meterle al crucero algún cañonazo en la amura de babor y otros que le tocaron palos y antenas. Durante una hora, maniobrando entre el oleaje, el Nabarra sostuvo el fuego de un modo que los mismos enemigos -el comandante y el director de tiro del Canarias- calificarían luego en sus partes de eficaz y admirable. Al fin, el cañoneo devastador del crucero liquidó el asunto cuando un impacto directo acertó en el puente del Nabarra, matando al timonel y al segundo oficial. Otro proyectil de 203 milímetros alcanzó la sala de máquinas y destrozó a cuantos estaban allí. Ya sin gobierno, aunque disparando sin cesar, el bacaladero encajó nuevos cañonazos enemigos. Al fin, viendo imposible proseguir el combate, su comandante dio orden a los supervivientes de que intentaran salvarse, quedándose él a bordo con el primer oficial hasta que el barco estalló y se fue a pique. Sólo veinte de los cuarenta y nueve tripulantes consiguieron llegar a los botes salvavidas. El resto, comandante incluido, desapareció en el mar.

Y ahora quiero apuntar un detalle que las fanfarrias oficiales y algún historiador de pesebre local suelen dejar de lado cuando se menciona la acción del cabo Machichaco: el comandante que de ese modo cumplió su deber y su palabra, hundiéndose con el barco después de tan atrevido combate, respetado y obedecido por sus hombres hasta el último instante de sus vidas, no era vasco. Había nacido en La Unión, Cartagena. Paisano mío. Estaba casado con una guipuzcoana llamada Natividad Arzac, hija del médico de Pasajes -una sobrina suya, Pilar Echenique Arzac, vive todavía en San Sebastián-, y peleó, como mandaban las ordenanzas, con la ikurriña izada en la proa y la bandera tricolor de la República Española ondeando en la popa, hasta que a las dos las desgarró, juntas y al mismo tiempo, la metralla del Canarias. Enrique Moreno Plaza, se llamaba el tío. Teniente de navío de la Euzkadiko Gudontzidia. Con un par de huevos exactamente donde hay que tenerlos. Acababa de cumplir treinta años.



Mercante Galdames


Torres de proa del crucero Canarias


Esquema del Combate de Matxitxako


Bou incendiado Gipuzkoa en Matxitxako. Cuadro de David Cobb


Bou Bizkaya captura al Yorkbrook en Matxitxako. Cuadro de David Cobb


Bou Nabarra durante el combate de Matxitxako. Cuadro de David Cobb


Bou Donostia en Matxitxako. Cuadro de David Cobb


Daños sufridos en Matxitxako por el bou Gipuzkoa cañon de popa


Manuel Calderon oficial del Canarias y Pedro De la Hoz marinero del Nabarra en 1975


Bou Bizcaya atracando


Bou Nabarra

Fotos: http://www.gudontzidia.eu/es/actividades.php?o=5

miércoles, 25 de agosto de 2010

Cazadores a Caballo de la Guardia Imperial en uniforme de batalla, Austerlitz


Cazadores a Caballo de la Guardia Imperial en uniforme de batalla, Austerlitz (con la manta enrrollada en torno al torso para protegerse de los sablazos) - Lucien Rousselot

http://www.elgrancapitan.org/foro/viewtopic.php?f=21&t=11680&start=1560

martes, 24 de agosto de 2010

Aquí, señor obispo, morimos todos

La carga de los tres reyes
XLSemanal - 12/7/2010

Ya ni siquiera se estudia en los colegios, creo. Moros y cristianos degollándose, nada menos. Carnicería sangrienta. Ese medioevo fascista, etcétera. Pero es posible que, gracias a aquello, mi hija no lleve hoy velo cuando sale a la calle. Ocurrió hace casi ocho siglos justos, cuando tres reyes españoles dieron, hombro con hombro, una carga de caballería que cambió la historia de Europa. El próximo 16 de julio se cumple el 798 aniversario de aquel lunes del año 1212 en que el ejército almohade del Miramamolín Al Nasir, un ultrarradical islámico que había jurado plantar la media luna en Roma, fue destrozado por los cristianos cerca de Despeñaperros. Tras proclamar la yihad -seguro que el término les suena- contra los infieles, Al Nasir había cruzado con su ejército el estrecho de Gibraltar, resuelto a reconquistar para el Islam la España cristiana e invadir una Europa -también esto les suena, imagino- debilitada e indecisa.

Los paró un rey castellano, Alfonso VIII. Consciente de que en España al enemigo pocas veces lo tienes enfrente, hizo que el papa de Roma proclamase aquello cruzada contra los sarracenos, para evitar que, mientras guerreaba contra el moro, los reyes de Navarra y de León, adversarios suyos, le jugaran la del chino, atacándolo por la espalda. Resumiendo mucho la cosa, diremos que Alfonso de Castilla consiguió reunir en el campo de batalla a unos 27.000 hombres, entre los que se contaban algunos voluntarios extranjeros, sobre todo franceses, y los duros monjes soldados de las órdenes militares españolas. Núcleo principal eran las milicias concejiles castellanas -tropas populares, para entendernos- y 8.500 catalanes y aragoneses traídos por el rey Pedro II de Aragón; que, como gentil caballero que era, acudió a socorrer a su vecino y colega. A última hora, a regañadientes y por no quedar mal, Sancho VII de Navarra se presentó con una reducida peña de doscientos jinetes -Alfonso IX de León se quedó en casa-. Por su parte, Al Nasir alineó casi 60.000 guerreros entre soldados norteafricanos, tropas andalusíes y un nutrido contingente de voluntarios fanáticos de poco valor militar y escasa disciplina: chusma a la que el rey moro, resuelto a facilitar su viaje al anhelado paraíso de las huríes, colocó en primera fila para que se comiera el primer marrón, haciendo allí de carne de lanza.

La escabechina, muy propia de aquel tiempo feroz, hizo época. En el cerro de los Olivares, cerca de Santa Elena, los cristianos dieron el asalto ladera arriba bajo una lluvia de flechas de los temibles arcos almohades, intentando alcanzar el palenque fortificado donde Al Nasir, que sentado sobre un escudo leía el Corán, o hacía el paripé de leerlo -imagino que tendría otras cosas en la cabeza-, había plantado su famosa tienda roja. La vanguardia cristiana, mandada por el vasco Diego López de Haro, con jinetes e infantes castellanos, aragoneses y navarros, deshizo la primera línea enemiga y quedó frenada en sangriento combate con la segunda. Milicias como la de Madrid fueron casi aniquiladas tras luchar igual que leones de la Metro Goldwyn Mayer. Atacó entonces la segunda oleada, con los veteranos caballeros de las órdenes militares como núcleo duro, sin lograr romper tampoco la resistencia moruna. La situación empezaba a ser crítica para los nuestros -porque sintiéndolo mucho, señor presidente, allí los cristianos eran los nuestros-; que, imposibilitados de maniobrar, ya no peleaban por la victoria, sino por la vida. Junto a López de Haro, a quien sólo quedaban cuarenta jinetes de sus quinientos, los caballeros templarios, calatravos y santiaguistas, revueltos con amigos y enemigos, se batían como gato panza arriba. Fue entonces cuando Alfonso VII, visto el panorama, desenvainó la espada, hizo ondear su pendón, se puso al frente de la línea de reserva, tragó saliva y volviéndose al arzobispo Jiménez de Rada gritó: «Aquí, señor obispo, morimos todos». Luego, picando espuelas, cabalgó hacia el enemigo. Los reyes de Aragón y de Navarra, viendo a su colega, hicieron lo mismo. Con vergüenza torera y un par de huevos, ondearon sus pendones y fueron a la carga espada en mano. El resto es Historia: tres reyes españoles cabalgando juntos por las lomas de Las Navas, con la exhausta infantería gritando de entusiasmo mientras abría sus filas para dejarles paso. Y el combate final en torno al palenque, con la huida de Al Nasir, el degüello y la victoria.

¿Imaginan la película? ¿Imaginan ese material en manos de ingleses, o norteamericanos? Supongo que sí. Pero tengan la certeza de que, en este país imbécil, acomplejado de sí mismo, no la rodará ninguna televisión, ni la subvencionará jamás ningún ministerio de Educación, ni de Cultura.

El vasco que humilló a los ingleses

XLSemanal - 23/8/2010

Hace doce años, cuando escribía La carta esférica, tuve en las manos una medalla conmemorativa, acuñada en el siglo XVIII, donde Inglaterra se atribuía una victoria que nunca ocurrió. Como lector de libros de Historia estaba acostumbrado a que los ingleses oculten sus derrotas ante los españoles -como la del vicealmirante Mathews en aguas de Tolón o la de Nelson cuando perdió el brazo en Tenerife-, pero no a que, además, se inventen victorias. Aquella pieza llevaba la inscripción, en inglés: El orgullo de España humillado por el almirante Vernon; y en el reverso: Auténtico héroe británico, tomó Cartagena -Cartagena de Indias, en la actual Colombia- en abril de 1741. En la medalla había grabadas dos figuras. Una, erguida y victoriosa, era la del almirante Vernon. La otra, arrodillada e implorante, se identificaba como Don Blass y aludía al almirante español Blas de Lezo: un marino vasco de Pasajes encargado de la defensa de la ciudad. La escena contenía dos inexactitudes. Una era que Vernon no sólo no tomó Cartagena, sino que se retiró de allí tras recibir las suyas y las del pulpo. La otra consistía en que Blas de Lezo nunca habría podido postrarse, tender la mano implorante ni mirar desde abajo de esa manera, pues su pata de palo tenía poco juego de rodilla: había perdido una pierna a los 17 años en el combate naval de Vélez Málaga, un ojo tres años después en Tolón, y el brazo derecho en otro de los muchos combates navales que libró a lo largo de su vida. Aunque la mayor inexactitud de la medalla fue representarlo humillado, pues Don Blass no lo hizo nunca ante nadie. Sus compañeros de la Real Armada lo llamaban Medio hombre, por lo que quedaba de él; pero los cojones siempre los tuvo intactos y en su sitio. Como los del caballo de Espartero.

La vida de ese pasaitarra -mucho me sorprendería que figure en los libros escolares vascos, aunque todo puede ser- parece una novela de aventuras: combates navales, naufragios, abordajes, desembarcos. Luchó contra los holandeses, contra los ingleses, contra los piratas del Caribe y contra los berberiscos. En cierta ocasión, cercado por los angloholandeses, tuvo que incendiar varios de sus propios barcos para abrirse paso a través del fuego, a cañonazos. En sólo dos años, siendo capitán de fragata, hizo once presas de barcos de guerra enemigos, todos mayores de veinte cañones, entre ellos el navío inglés Stanhope. En los mares americanos capturó otros seis barcos de guerra, mercantes aparte. También rescató de Génova un botín secuestrado de dos millones de pesos, y participó en la toma de Orán y en el posterior socorro de la ciudad. Después de ésas y otras muchas empresas, nombrado comandante general del apostadero naval de Cartagena de Indias, a los 54 años, y tras rechazar dos anteriores tentativas inglesas contra la ciudad, hizo frente a la fuerza de desembarco del almirante Vernon: 36 navíos de línea, 12 fragatas y varios brulotes y bombardas, 100 barcos de transporte y 39.000 hombres. Que se dice pronto.

He visto dos retratos de Edward Vernon, y en ambos -uno, pintado por Gainsborough- tiene aspecto de inglés relamido, arrogante y chulito. Con esa vitola y esa cara, uno se explica que vendiera la piel antes de cazar el oso, haciendo acuñar por anticipado las medallas conmemorativas de la hazaña que estaba dispuesto a realizar. Pese a que a esas alturas de las guerras con España todos los marinos súbditos de Su Graciosa sabían cómo las gastaba Don Blass, el cantamañanas del almirante inglés dio la victoria por segura. Sabía que tras los muros de Cartagena, descuidados y medio en ruinas, sólo había un millar de soldados españoles, 300 milicianos, dos compañías de negros libres y 600 auxiliares indios armados con arcos y flechas. Así que bombardeó, desembarcó y se puso a la faena. Pero Medio hombre, fiel a lo que era, se defendió palmo a palmo, fuerte a fuerte, trinchera a trinchera, y los navíos bajo su mando se batieron como fieras protegiendo la entrada del puerto. Vendiendo carísimo el pellejo, bajo las bombas, volando los fuertes que debían abandonar y hundiendo barcos para obstruir cada paso, los españoles fueron replegándose hasta el recinto de la ciudad, donde resistieron todos los asaltos, con Blas de Lezo personándose a cada instante en un lugar y en otro, firme como una roca. Y al fin, tras arrojar 6.000 bombas y 18.000 balas de cañón sobre Cartagena y perder seis navíos y nueve mil hombres, incapaces de quebrar la resistencia, los ingleses se retiraron con el rabo entre las piernas, y el amigo Vernon se metió las medallas acuñadas en el ojete.

Blas de Lezo murió pocos meses después, a resultas de los muchos sufrimientos y las heridas del asedio, y el rey lo hizo marqués a título póstumo. Creo haberles dicho que era vasco. De Pasajes, hoy Pasaia. A tiro de piedra de San Sebastián. O sea, Donosti. Pues eso.


La fragata de Blas de Lezo remolcando el navío Stanhope (1710)
Una vez rendido el navío Stanhope, Blas de Lezo lo lleva a remolque con la bandera española —blanca con las armas reales— izada sobre la británica, como era costumbre en la época.

Yo solo. Bernardo De Galvez


Bergantin Galveztown


Patente de corso, por Arturo Pérez-Reverte

El hombre que atacó solo

Hace tiempo que no les cuento ninguna historieta antigua, de ésas que me gusta recordar con ustedes de vez en cuando, quizá porque apenas las recuerda nadie. Me refiero a episodios de nuestra Historia que en otro lugar y entre otra gente serían materia conocida, argumento de películas, objeto de libros escolares y cosas así, y que aquí no son más que tristes agujeros negros en la memoria. Hoy le toca a un personaje que, paradójicamente, es más recordado en los Estados Unidos que en España. El fulano, malagueño, se llamaba Bernardo de Gálvez, y durante la guerra de la independencia americana –España, todavía potencia mundial, luchaba contra Gran Bretaña apoyando a los rebeldes– tomó la ciudad de Pensacola a los ingleses. Y como resulta que, cuando me levanto chauvinista y cabrón, cualquier español que en el pasado les haya roto la cornamenta a esos arrogantes chulos de discoteca con casaca roja goza de mi aprecio histórico –otros prefieren el fútbol–, quiero recordar, si me lo permiten, la bonita peripecia de don Berni. Que fue, además de político y soldado –luchó también contra los indios apaches y contra los piratas argelinos–, hombre ilustrado y valiente. Sin duda el mejor virrey que nuestra Nueva España, hoy Méjico, tuvo en el siglo XVIII.

Vayamos al turrón: en 1779, al declararse la guerra, don Bernardo decidió madrugarles a los rubios. Así que, poniéndose en marcha desde Nueva Orleáns con mil cuatrocientos hombres entre españoles, milicias de esclavos negros, aventureros y auxiliares indios, cruzó la frontera de Luisiana para invadir la Florida occidental, tomándoles a los malos, uno tras otro, los fuertes de Manchak, Baton-Rouge y Natchez, y cuantos establecimientos tenían los súbditos de Su Graciosa en la ribera oriental del Misisipí. Al año siguiente volvió con más gente y se apoderó de Mobile en las napias mismas del general Campbell, que acudía con banderas, gaitas y toda la parafernalia a socorrer la plaza. En 1781, Gálvez volvió a la carga y estuvo a pique de tomar Pensacola. No pudo, por falta de gente y recursos –los milagros, en Lourdes–; así que regresó al año siguiente desde La Habana con tres mil soldados regulares, auxiliares indios y una escuadra de transporte apoyada por un navío, dos fragatas y embarcaciones de guerra menores.

La operación se complicó desde el principio: a los españoles parecía haberlos mirado un tuerto. Las tropas desembarcaron y empezó el asedio, pero los dos mil ingleses que defendían Pensacola –el viejo amigo Campbell estaba al mando– se atrincheraban al fondo de la bahía, protegida a su vez por una barra de arena que dejaba un paso muy angosto, cubierto desde el otro lado por un fuerte inglés, donde al primer intento tocó fondo el navío San Ramón. Hubo que dar media vuelta y, muy a la española, el jefe de la escuadra, Calvo de Irazábal, se tiró los trastos a la cabeza con Gálvez. Cuestión de celos, de competencias y de cada uno por su lado, como de costumbre. Calvo se negó a intentar de nuevo el paso de la barra. Demasiado peligroso para sus barcos, dijo. Entonces a Gálvez se le ahumó el pescado: embarcó en el bergantín Galveztown, que estaba bajo su mando directo, y completamente solo, sin dejarse acompañar por oficial alguno, arboló su insignia e hizo disparar quince cañonazos para que los artilleros guiris que iban a intentar hundirlo supieran bien quién iba a bordo. Luego, seguido a distancia sólo por dos humildes lanchas cañoneras y una balandra, ordenó marear velas con la brisa y embocar el estrecho paso. Así, ante el pasmo de todos y bajo el fuego graneado de los cañones ingleses, el bergantín pasó lentamente con su general de pie junto a la bandera, mientras en tierra, corriendo entusiasmados por la orilla de la barra de arena, los soldados españoles lo observaban vitoreando y agitando sombreros cada vez que un disparo enemigo erraba el tiro y daba en el mar. Al fin, ya a salvo dentro de la bahía, el Galveztown echó el ancla y, muy flamenco, disparó otros quince cañonazos para saludar a los enemigos.

Al día siguiente, con un cabreo del catorce, el jefe de escuadra Calvo de Irazábal se fue a La Habana mientras el resto de la escuadra penetraba en la bahía para unirse a Gálvez. Y al cabo de dos meses de combates, en «esta guerra que hacemos por obligación y no por odio», según escribió don Bernardo a su adversario Campbell, los ingleses se tragaron el sapo y capitularon, perdiendo la Florida occidental. Por una vez, los reyes no fueron ingratos. Por lo de la barra de Pensacola, Carlos III concedió a Gálvez el título de conde, con derecho a lucir en su escudo un bergantín con las palabras «Yo solo»; aunque en justicia le faltó añadir: «y con dos cojones». En aquellos tiempos, los reyes eran gente demasiado fina.




Norteamérica, 1792, Jaillot-Elwe, donde se aprecian los límites de la Florida tras la acción de Gálvez.

sábado, 21 de agosto de 2010

Quatre Bras,16 de junio de 1815



En el apogeo de la batalla de Quatre Bras,16 de junio de 1815,la caballería francesa casi se abrió camino por las posiciones de Wellington.El regimiento 69º trato de formar el cuadrado ,pero fue diezmado y perdió su color.Otro regimiento el 42º Royal Highlanders o The Black Watch,formo el cuadro ante una carga terrible de los lanceros del general Pire´s (representado aquí).

viernes, 20 de agosto de 2010

Zaragoza, 10 Febrero de 1809, Harold Piffard

¿Zaragoza se rendirá? La muerte al que esto diga.

Zaragoza no se rinde. La reducirán a polvo: de sus históricas casas no quedará ladrillo sobre ladrillo; caerán sus cien templos; su suelo abriráse vomitando llamas; y lanzados al aire los cimientos, caerán las tejas al fondo de los pozos; pero entre los escombros y entre los muertos habrá siempre una lengua viva para decir que Zaragoza no se rinde.

Benito Pérez Galdós, Episodios Nacionales, Zaragoza




Texto y Foto: http://www.elgrancapitan.org/foro/viewtopic.php?f=21&t=11680&sid=392cd33e29a27fda227288fef77f70d5&start=1710

Billetes de avion

¡Queremos vivir y morir con nuestro pueblo!

Juramento de las tropas del marqués de la Romana, de Manuel Castellano.

El general la Romana a sus soldados, en Rudköbing (Dinamarca) a 17 de Agosto de 1808:

"¡Soldados! Las Juntas de Sevilla y Galicia, en nombre de todas las provincias españolas, se han dirigido a mí pidiéndome que nos apresuremos a volver a nuestra Patria para salvarla y para vengarla [...]
¡Queremos vivir y morir con nuestro pueblo! [...] Nada hay más justo ni más noble que volver a la Patria para defenderla, en lugar de servir como mercenarios bajo banderas extrañas."






Billetes de avion

viernes, 13 de agosto de 2010

Napoleón y el prisionero prusiano, Hillingford



Napoleón y el prisionero prusiano, Hillingford. El cuadro retrata el momento en que un húsar prusiano es hecho prisionero y llevado a presencia de Napoleón , momento decisivo en el que el Emperador se da cuena por primera vez que los prusianos vienen en ayuda de Wellington.

Según los historiadores, este vital acontecimiento tuvo lugar entre las 12:00-13:30h del 18 de Junio 1815.

Justamente cuando daba comienzo el ataque principal francés (13:30h), un húsar prusiano fue capturado en las proximidades de St. Lambert, a 5 Km. de La Belle Alliance. Rápidamente fue llevado ante el Emperador donde confirmó que unos 30.000 prusianos se dirigían en auxilio de Wellington. Inmediatamente y a modo de precaución, Lobau recibió la orden de formar una defensa protectora al Este de la carretera principal Waterloo-Bruselas junto con la caballería de Domont y Subervie.

Billetes de avion

Francia 1814. En un desván en Les Grenaux



Campaña de Francia 1814. En un desván en Les Grenaux, Napoleón hace planes avanzada la noche, para superar en maniobra y vencer a un enemigo superior en número, rodeado de los agotados miembros de su estado mayor que duermen. Un centinela de los Chasseurs à Cheval monta guardia. Mientras, el fiel Berthier interpreta los designios del Emperador y prepara las órdenes para el día siguiente - John Pomeroy.


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viernes, 6 de agosto de 2010

Enemiga de todos los siglos

La hora de España esta sonando y sus mejores hijos han de marchar hacia la victoria de sus armas. Muchos de vosotros habreis de morir, pero vuestro sacrificio no habra sido en vano, porque la patria habra de rendiros honores y Dios habra de recompensaros por la victoria con la infiel y enconada hereje, instigadora de todas las horas, traidora de todos los dias, enemiga de todos los siglos, la perfida inglaterra. Sois vosotros a quienes se les ha encomendado el destino de España. ¡Ni un paso atras, el pie siempre al frente, marcha de valientes, carga de vencedores!

Arenga de Bernardo De Galvez a las tropas que ivan a realizar el asalto final a las posiciones britanicas en Pensacola - Florida -. Madrugada del 8 de mayo de 1781.



Texto: del libro "Banderas Lejanas, La exploracion, conquista y defensa por España del territorio de los actuales Estados Unidos" de Fernando Martinez Lainez y Carlos Canales Torres.